Dos horas después, Ana Magdalena le dio una última mirada de compasión a su propio pasado y un adiós para siempre a sus desconocidos de una noche y a tantas y tantas horas de incertidumbres que quedaban de ella misma dispersas en la isla. El mar era un remanso de oro bajo le sol de la tarde. A las seis, cuando el marido la vio entrar en la casa arrastrando sin misterios el saco de huesos, no pudo resistir su sorpresa.
-Es lo que queda de mi madre -le dijo ella, y se anticipó a su espanto.
-No te asustes -le dijo-. Ella lo entiende. Más aún, creo que es la única que ya lo había entendido cuando decidió que la enterraran en la isla.
En agosto nos vemos (pàg. 62)
Gabriel García Márquez
Random House