Guida recitaba siempre lo mismo, mientras repartía el botín en el baldío: no te des por vencido ni aun vencido. Se lo había hecho aprender de memoria, decía que en ciertos momentos servía tener algo en la cabeza. No te sientas esclavo ni aun esclavo.
Estiró la mano hacía la puerta y la abrió.
Era la puerta que había quedado casi encima de la zanja, al lado del alambrado del campo sin dueño que ya conocía de memoria, hectáreas para esconderse, hectáreas para correr sin mirar atrás, porque si corría, si corría horas y días, iba a llegar a la ruta, y al puerto, y al río. Ajo no conocía ni la mitad de las palabras, pero en las noches del vagón las recitaba, vehemente, sin pausas, como si fuera una lengua desconocida: trémulo de pavor piénsate bravo y arremete feroz ya mal herido.
-¿Qué es bravo? -le había preguntado a la Enana.
-Ismael.
-¿Y feroz?
-Yo.
-¿Entonces yo qué soy?
-Trémulo.
Los invisibles (pàg. 200)
Lucía Puenzo
Tusquets
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